La euforia levantada por el triunfo de Obama tiene su resaca. Cuando aún le quedan casi tres meses para instalarse en la Casa Blanca comienza a articularse una tesis según la cual son tantas y tan altas las expectativas levantadas por el presidente electo que la frustración y el desencanto pueden alcanzar cotas semejantes si su prometido cambio no se materializa. Sé que no está el horno para bollos, pero entre el optimismo antropológico de unos y el pesimismo patológico de los otros, casi prefiero quedarme con lo primero.
La esperanza del cambio no es una expectativa irracional. Quienes nacimos en la década de los 60 y pertenecemos a la generación de Obama lo hicimos en un mundo en el que algunos de los sueños hoy materializados parecían quimeras: una Europa rota, una España bajo la bota de la dictadura y el subdesarrollo, un mundo gestionando una paz frágil sustentada en la guerra fría, sociedades que discriminaban a parte de sus ciudadanos en función del sexo, del color, de la raza, de la opción sexual… Si a nuestros padres se les hubiera ocurrido soñar con una Europa unida hasta los Urales, un muro de Berlín demolido, una España próspera y democrática, una guerra fría congelada, un Papa llegado del Este, cualquiera les hubiera tildado de locos. Aquel mundo que aún ponía conferencias a través de una operadora, veía la televisión en blanco y negro, y se comunicaba por carta no podía ser capaz de imaginar este otro virtual, ciencia ficción para la época.
En el país en que nació Barack Obama, sometido aún a las últimas leyes segregacionistas, la llegada a la Casa Blanca de un presidente negro era un sueño fronterizo con la locura. Y ahí está él, preparando las maletas para instalarse en Washington. Dijo «podemos» y ha podido. Dice que va a cambiar su país, ¿por qué no va a poder hacerlo? No será ni fácil ni rápido. Quizás sólo consiga poner los cimientos de ese nuevo mundo que disfrutarán sus dos hijas cuando alcancen la edad del padre. Pero sobre su discurso no debemos poner ya la losa de frustraciones pasadas, sino la esperanza que ha permitido que, sin ser perfecto, el mundo sea hoy mejor que hace cuatro décadas, cuando nació Obama. ¿O es que alguien añora el sueño inverso?